Los domingos que hacía buen tiempo, mi padre y yo siempre solíamos ir a una casita rural que pillaba cerca, a unos treinta kilómetros. Allí teníamos nuestra piscina, una pista de tenis, jardín y un gran salón en el que jugar y ver pelis cuando fuera empezaba a refrescar por las noches en que no era verano.
Salíamos de casa ya desayunados y meados, pero mi papi tuvo una urgencia imprevista ese día. “Hijo, tengo que parar a regar las flores“, me dijo. Yo tenía muchas ganas de llegar y, aunque fueran un par de minutos los que tardase en echar el pis, entre que encontraba sitio y demás, le enseñé un truco para aguantarse un poco las ganas. Le metí la mano por debajo del paquete y le apreté bien la polla y los huevos. Él hizo lo mismo conmigo para aprender. De todas formas no sirvió de nada, si acaso se le puso un poco dura, o eso noté. Tuvo que encontrar hueco porque se lo hacía encima.
Le acompañé a hacerlo. Me gustaba mirarle mientras echaba el chorro, cómo se agarraba la pija larga y se la sacudía, los gemidos sordos que hacía con la garganta descargándose la vejiga, como si se estuviera corriendo. A mí me quedaban un par de años todavía de crecimiento de rabo, hasta los veinte. Ya la tenía tan larga como él, pero la diferencia es que la suya era un poco más gorda y madura, con la experiencia de montones de culos y coños reventados a sus espaldas.
Me la saqué para compararla y con el jugueteo a los dos se nos fue poniendo dura. La primera experiencia que tuvimos en el sofá de casa no se me había ido de la cabeza, creía que nunca volvería a ocurrir, que simplemente fue una ida de cabeza de mi padre en un momento de necesidad y esperaba el momento en que volviera a recaer. Por eso escuchar de su voz en ese momento un “ven que te voy a dar rabo“, me abrió el culo al instante.
Nos adentramos en el campo alejándonos de la carretera, donde nadie pudiera vernos. Allí al lado de un árbol me apretó la cabeza hacia abajo obligándome a ponerme en cuclillas y me hizo comerle la polla. Todavía conservaba el sabor saladito del pis y el olor a rabo, huevos y meada me puso como los zorros.
No tardé en ir hacia el árbol y ponerme de espaldas para que jugara con mi culito pequeño y apretado que tanto le gustaba. Sólo imaginar su enorme polla penetrando ese lugar imposible a su antojo me ponía to perro. No perdimos tiempo para ir al maletero del coche y sacar una manta para ponerla sobre la tierra. Me folló sin condón allí de pie. Terminé agarrado de las ramas de un árbol, con las piernas en volandas y el pollón de mi padre entrando y saliendo de mi preciado agujero. Dejamos unas semillas de regalo en plena naturaleza y proseguimos nuestro viaje, bien desayunados, bien meados y bien follados.